La historia del conocido como crimen de Carabanchel, también conocido como ‘El crimen a navajazos de los Arroperos’ se publicó en una versión reducida en Mundiario, La Comarca de Puertollano, La Voz de Tomelloso, Noticias de Almería, Cartagena Actualidad, Valencia Noticias, Murcia Actualidad, Diario de Alicante.

El mensaje era claro, corríjase de una vez la práctica del tormento vergonzoso para la nación y denigrante para la justicia. Así comienza la crónica del El País de 31 de marzo de 1903, a tenor del llamado crimen de Carabanchel y las palizas que dio la Guardia civil a los Arroperos. En esos momentos, Gómez Escudero, antecedente del llamado Billy el niño, ya se había ganado la fama de apaleador de estudiantes y escolares en Valencia.
Al hilo del suceso ocurrido en Carabanchel, la condesa Pardo Bazán tuvo palabras de crítica hacia lo que consideraba un crimen vulgarísimo y repulsivo, carente de todo interés. Un simple robo sin misterio alguno, carente de todo contenido psicológico, carente de los abismos del corazón, de imágenes sobre el alma humana, sobre el estado de la nación o de una clase social. Un simple abordaje de una cómoda cerrada, un armario forzado, un baúl destripado. Pero lo cierto es que aquel crimen contenía una nítida imagen de la sociedad del momento. El llamado crimen de Carabanchel mostraba una sociedad con ganas de ganar su futuro, colectivos de personas capaces de conquistar su sustento, pero incapaces de emplearlo bien, ni siquiera, en provecho propio. Una vida sórdida, sucia y asfixiante.

Pero claro, a falta de amena y sana literatura, ¿qué se podía arrojar a las fauces del poblacho? No quedaba otro remedio que centrar la atención y los sentimientos sobre los brazos de los asesinos de Carabanchel Bajo. Hasta coplas de ciego se escribieron. Gracias a los avezados reporteros, conocimos a dos granujas de almibarado seudónimo, los Arroperos, y a un hombre bonachón, el tío Pacitos que, encaminado para concejal, tuvo que dirigir sus pasos hacia Ceuta, a cumplir la perpetua.

Media hora antes de la llegada de los periodistas, el cuerpo del suicida había sido enterrado junto a las tapias del cementerio, en la parte exterior del mismo. El juez de instrucción de El Escorial no quiso demorar la ceremonia, puesto que no existían condiciones que permitieran depositar el cuerpo en descomposición, de manera que no se pudo realizar la identificación por los testigos que se desplazaron al efecto, a toda prisa. Sin embargo, la autopsia había revelado un detalle interesante que aumentaba las sospechas de su posible participación en el crimen de Carabanchel.
Ausente el cuerpo de señal o contusión alguna, se apreciaron en su mano derecha tres ligeros cortes que, por su forma, revelaban haber sido realizados con un arma de doble filo, arrebatada violentamente sin abrir la mano. También tenía una pequeña escoriación en el codo, que pudo ser causada al ahorcarse en la reja de la cárcel. El proceso no fue fácil. Primero lo intentó con el cinturón de correa, que se rompió, y luego lo hizo con la faja, con la que consiguió su objetivo. Se sabía poco de Francisco Muela, salvo su amor al juego y ser materia de desconfianza en sus relaciones e inclinado al robo y a la estafa.

Inicialmente aquel suicidio no guardaba relación alguna con el homicidio cometido la mañana del 24 de agosto de 1901. De madrugada se recibía aviso telefónico en el gobierno civil de que en el pueblo de Carabanchel se había cometido un crimen. A las dos de la tarde, el cartero, según tenía costumbre, llamó a la puerta de la casa y como no obtuvo contestación dejó la correspondencia en el zaguán. Transcurrida la tarde y en las primeras horas de la noche, entró la sirvienta a llevarle la comida, y como encontró la puerta abierta y ninguna respuesta ante sus insistentes llamadas, salió a la calle y contó a unos vecinos sus temores y todos ellos se dirigieron a dar parte a la Guardia civil.
Al penetrar las autoridades encontraron un cajón abierto, con ropas en desorden, entre ellas una camiseta con manchas de sangre, un arca abierta y varias prendas esparcidas por el suelo. En el arca, una caja de cartón con un revólver descargado, seis cápsulas y un escobillón; tres talegos de calderilla vacíos, dos escrituras de la casa, recibos de cuenta corriente en el Banco, una póliza de un seguro de incendios y un libro de cheques, uno de cuyos talones, por valor de 24.500 pesetas había sido cortado. Por el desorden de los muebles y por haber encontrado en el corral una caja de caudales vacía, se sospechó que el móvil del homicidio había sido el robo.
Recorrieron todas las habitaciones hasta llegar al corral, en cuyo fondo existía un cobertizo destinado a saladero, y, en un rincón de este, encontraron, en un gran charco de sangre ya coagulada, el cadáver de Agustí, que presentaba dos heridas de arma blanca, una debajo de la clavícula izquierda, mortal de necesidad, y otra penetrante y transversal en la cara, que casi le separó la oreja izquierda. En las manos tenía algunas heridas que demostraban la existencia de lucha con su agresor.

Apenas unas horas después, se dictaba auto de prisión e incomunicación y eran detenidos y trasladados a Getafe, Felipe y Gregorio Pacheco, apodados los Arroperos, con sus mujeres, Josefa Marín y Paula Mingo. En un primer careo no fueron capaces de explicar lo que habían hecho la tarde del crimen desde las doce hasta las cuatro.
Pasados unos días los Arroperos fueron conducidos desde la cárcel a la casa del crimen, para realizar la reconstrucción de los hechos, aunque el resultado de la misma fue irrelevante, apenas pudo añadirse a las diligencias la declaración de una vecina que pudo ver, a tenor de la descripción realizada, a un individuo salir que bien pudo ser Muela. Este hecho fue corroborado por varios testigos espontáneos, que le describieron claramente, así como el paquete estrecho de una media vara de largo, que oprimía fuertemente bajo su brazo.
El día 31, cuando el juzgado instructor comenzaba a dar señales de contrariedad, cuando no de desaliento, las declaraciones de un zagal dieron un vuelco a la investigación. Ante el juzgado se presentó el presidente de la Diputación, y al parecer cacique del pueblo, con un muchacho de catorce años llamado Vicente Castán, hijo del sereno de Carabanchel, que contó al juez todo lo que pudo ver aquel día, señalando con pelos y señales la actuación de los Arroperos y sus dos cómplices.
Aquella debió ser una noche larga para Gregorio y para el teniente de la Guardia civil, Blasco del Toro. Decidido este último a saber la verdad, pasó la noche en compañía de aquel, con la debida autorización del juez. Gregorio al fin cantó: ocho días antes, el día del crimen, a las siete de la mañana fue, en unión de su primo Felipe y el tío Pacitos, a casa del sr. Agustí para comprar huesos. Estuvieron también en la corraliza para sacar el estiércol, y al retirarse sobre las doce, vio a su primo Felipe hablando a la puerta de la casa del crimen con un sujeto desconocido. Allí debió concertarse el robo, volviendo a la casa entre la una y dos de la tarde. El Gregorio quedó apostado en la puerta de la calle Empedrada, y el tío Pacitos en la corraliza de donde sacaban el estiércol. Entonces entraron en la casa Felipe, Gregorio y el desconocido para negociar la compra de embutidos. De pronto oyó un grito y vio caer a D. José con las dos heridas que le produjeron la muerte. El terror no le dejó hacer otra cosa que huir, escondiéndose en su casa, no obstante, si vio a los asesinos llevarse una gran cantidad de billetes, producto del robo, tras un minucioso rastreo de la casa.
El crimen se había cometido con una faca de grandes dimensiones y una navaja de las llamadas de lengua de vaca. La primera de estas armas era propiedad del desconocido, que, tras ver unas fotografías, identificó como el suicida Muela.
Después tocó el turno de cantar a Felipe, que inicialmente mantuvo la misma copla, trazando la culpabilidad de Gregorio y el desconocido. Pero parece que finalmente mostró sus deseos de hablar y así lo hizo, trasladando la responsabilidad de lo ocurrido a Gregorio. Todo fueron confesiones de culpabilidad cruzada, todo el plan había sido urdido por el otro.

El 4 de septiembre de 1901 se envió a la Audiencia el rollo del sumario, en el que constaban como procesados Felipe y Gregorio Pacheco, el tio Pacitos y su mujer. La vista no se celebró hasta el 30 de marzo de 1903, con la solicitud del fiscal de la última pena para los Arroperos, sus mujeres y el tío Pacitos. La calificación definitiva fue de robo, con ocasión o motivo del cual resultó homicidio, conforme al art. 516.1º del Código Penal, con la agravante de haber cometido el delito en la morada de la víctima, la de alevosía y abuso de superioridad.
Desde el inicio de la vista, empezó a correr el rumor de que las confesiones de los imputados habían sido obtenidas a vergajazos y por el uso de baquetas entre los dedos de las manos esposadas, por la Guardia civil. En la vista oral, Felipe utilizó el argumentario propio en aquellos casos.
Al igual que Felipe, Gregorio y el tío Pacitos mantuvieron que todo cuanto habían manifestado fue porque se vieron obligados a ello por los malos tratos de los civiles, que en posterior testifical negaron la existencia de tales tratamientos. Siguieron las declaraciones de todos los testigos que de una u otra forma, cada uno con su propia visión de los hechos, iban conformando un camino sin retorno.

España, ese país de costumbres atávicas, de pueblos semicivilizados y bárbaros, a las puertas de un futuro próximo pasado, que nos llevaría a la debacle y dolor profundo de la patria rota en dos mitades irreconciliables.

Del resultado del proceso poco se habló. El tamaño interés generado por la prensa durante los días de la investigación, se convirtió en mudo silencio tras la celebración de la vista oral. Otros asuntos entretenían las planas de los diarios. Gregorio, Felipe y el tío Pacitos, fueron condenados a muerte, pero la gracia del indulto solo alcanzó a Felipe, que lo fue el viernes santo de 1904, en el acto de Adoración de la Cruz. Mucha atención, en cambio, recibió aquel acto, pues se consideraba por la opinión pública que Felipe debiera haber sido el último merecedor del perdón. Pocos días después de la diatriba social sería el Ministro de Gracia y Justicia el que concedió el indulto a los dos miserables. Sánchez de Toca firmó sendos indultos que fueron publicados en la Gaceta de 6 de abril de 1904. Los huesos de aquellos tres infelices se pudrirían en la cárcel por los siglos de los siglos. ¿Y de los malos tratos? Esa era otra historia…