Hace ahora noventa y tres años que José María Grimaldos, El Cepa, regresaba a Osa de la Vega tras un largo barrunto que, durante casi 16 años, le llevó a recorrer tierras manchegas y valencianas. Y con su vuelta desató una tormenta de la que todavía nos estamos recuperando. Tan intensa fue que consiguió poner en jaque un sistema de justicia vetusto y un régimen político quebrado, por no encontrar su lugar. Políticos, jueces, alcaldes, curas, médicos, guardias civiles, labradores, pastores, una sociedad entera pudo hacerse eco del grave error cometido al castigar a dos infelices por una muerte inexistente. En el entreacto, la prisión, el desprecio, la ruindad de una sociedad apegada a viejas costumbres y encerrada en su propio mundo.

            El Cepa volvió a llenar planas de periódicos y a convertirse en el centro de una España políticamente inestable, con una justicia democrática recién nacida que tenía miedo a mirar hacia fuera. Hay quien puede pensar que el año 1981 no era el año propicio para el estreno de la película “El Crimen de Cuenca”, dirigida por Pilar Miró. Por el contrario, creo que fue el contexto idóneo que permitió denunciar el grave estancamiento de la España de la Transición, en un contexto plagado de miedos a las reacciones militares, y un gobierno débil frente a los que verdaderamente seguían ostentado el poder y una justicia [todavía] por hacer. El precio fue alto, muy alto, especialmente para Miró, pero quedó en evidencia el laberinto de un país que todavía estaba anclado en las formas y en los fondos de principios del siglo, pero quería volar. Habían pasado sesenta años desde que el pastor desapareció de Osa de la vega y los problemas eran los mismos, agravados por una Dictadura ciega y cruenta con los perdedores.

            Pues bien, el pasado martes, día 19, El Cepa volvió de nuevo a ser el protagonista y centro de atención de muchas inteligencias, de recelos, de odios y a buen seguro de algún miedo.  Se estrenaba en el Festival de Málaga el documental largometraje “Regresa El Cepa”, en el que Víctor Matellanos, el director, revisa las peripecias del rodaje de la película “El crimen de Cuenca”. Y, por tercera vez, El Cepa nos hizo revivir una forma de vida y una sociedad para unos olvidada y para otros tatuada en la piel a fuego.

            Camino del Auditorio Museo Pablo Picasso, en el que fue el estreno, mi cabeza daba muchas vueltas, tenía ganas de ver lo que tanto había imaginado. Pensaba en León y Gregorio, y en El Cepa, los grandes protagonistas de la historia, pero también en el juez Isasa, en el cacique y diputado Contreras, en el cura de Tresjuncos, en las gentes de la Osa, ¿qué pensarían de la fama otorgada al suceso ocurrido hace más de una centuria? Después de años de investigación sobre el suceso, no he podido disipar la incertidumbre de por qué ocurrió lo que ocurrió.

            Pero también pensaba en Pilar Miró, en la jurisdicción militar, en los guardias civiles, en los políticos, en la Transición… Y sigo indagando en el por qué, intentando encontrar una lógica, una razón que explique cómo puede ser que decisiones personales cargadas de miedos e ideologías, o más bien de ideologías malsanas que conducen a un miedo perpetuo al cambio, pueden llegar a trastocar la vida de tantos inocentes y llevarlos a un infinito sufrimiento.

            A pesar de estas disquisiciones, disfruté del magnífico documental. Creo que Matellanos ha hecho un gran trabajo con una historia que no es nada sencilla de contar. Tanto el suceso como su secuela rezuman complejidad por todos sus costados. Ni lo fue el caso de la desaparición de José María Grimaldos en el que se basa la película ni tampoco el rodaje y estreno de “El crimen de Cuenca”. Pero el contar con Guillermo Montesinos a modo de narrador, que en su momento se metió en el pellejo de El Cepa, y muchos de los que, por unas razones o por otras, tuvieron algo que ver con la película de Miró, hace que el recorrido por la historia que hace el documental se lleve a cabo de forma vertiginosa, hasta casi revivir los hechos iniciales.

            Son muchas las reflexiones y niveles de lectura que me sugiere el documental y, aunque no resulta pertinente desvelar su contenido, no puedo evitar apuntar a las intervenciones de Lola Salvador y Juan Antonio Porto sobre las distintas versiones del guion, que dejan entrever que las aguas venían ya revueltas desde el primer momento de su  diseño, o la de aquellos otros que describen la complejidad de la personalidad de Miró, que no parece que tuviera una especial conexión con el suceso, pero finalmente lo hizo suyo, y bien suyo. Evocador es el plano en el que los actores que interpretaron a León Sánchez y Gregorio Valero se sientan uno enfrente del otro, mirándose como alguna vez debieron hacerlo estos, desbrozando responsabilidad, o quizás una complicidad aciaga; el tratamiento de las torturas, otro de los protagonistas del suceso, reviviendo una de las escenas más crueles y las peculiaridades que rodearon su filmación, que no dejó impávido a nadie.

            Con “El crimen de Cuenca”, Pilar Miró nos acercó a la historia del caso Grimaldos, y ahora, el documental de Matellanos nos da algunas claves para entender la película que Alfredo Matas, el productor, quería convertir en el “Expreso de medianoche” a la española. Que se consiguiera o no, que lo juzgue cada uno. Pero desde luego lo que está claro es que, en esa España de principios de siglo, un expreso que venía de tiempo atrás cruzó La Mancha en una noche oscura arrancando a León y Gregorio de sus hogares y llevándolos a un destino de dolor y sufrimiento.